Otra virtud fundamental para quien vive en el
Opus Dei es la sinceridad: se nos pedía ser “salvajemente sinceros” por pequeños que fueran los detalles objeto de esa sinceridad.
El ejercicio de esta forma de sinceridad nos
ha llevado a una expropiación total de nuestra intimidad, a una indefensión total frente a los directores.
Hemos vivido en la Obra con la seguridad, que nos inculcaron, de que esta
exigencia de entrega nos llevaría a la
santidad, y que lo que la Obra nos pedía era una forma de vivir las virtudes más heroica aún que la
de los religiosos, que con su voto de obediencia no se obligan a “rendir el
juicio” sino simplemente a obedecer en su fuero exterior.
Y puede pasar que cuando se sale del Opus Dei,
los que intentaron vivir sinceramente esas exigencias se encuentren a menudo, quien
más y quien menos, indefensos en
su vida social de relaciones, incapaces de ejercer un sano juicio crítico para
discernir cuándo y con quién es oportuno sincerarse, y cuándo, en cambio, es
necesario defender la propia intimidad y las propias fragilidades.
El contenido de la sinceridad es la verdad, y
no todas nuestras actuaciones tienen una referencia a la verdad de la misma fuerza
e importancia. No es lo mismo inventarnos un compromiso por evitar un encuentro
sin desagradar u ofender otra persona, que inventarnos una fidelidad o un amor
hacia una persona que, por cualquier razón, ya no experimentamos.
Hay fundamentalmente dos ámbitos de
sinceridad: la sinceridad hacia fuera, con los demás, y la sinceridad hacia dentro, con nosotros mismos y con Dios. La
segunda forma es siempre necesaria para nuestra integridad; la primera,
depende. Medir la sinceridad con los demás es una forma de cuidar de nosotros mismos, de responsabilizarnos de
nuestros actos y de prevenir el daño que se nos
puede derivar de quien sabemos o intuimos que puede mal utilizar nuestra
sinceridad.
Dentro del Opus Dei estábamos imposibilitados
para cuidar de nosotros mismos, la obligación de abrirse de par en par con las personas prescritas desde fuera no
admitía excepciones, y si alguna vez
se aceptaba nuestro requerimiento de cambiar la persona con la que hacer la
charla o confesarse, eso era una excepción y seguía tiempos
y modos decididos por otros.
La mentira en un niño es una forma de defensa de su Ego, es una habilidad y, en cierto
sentido, una competencia. La educación enseñará al niño a
enfrentarse a sus responsabilidades y a no meter esta habilidad al servicio de
objetivos demasiados parciales o inmediatos en vista de un bien mayor. Pero
para ejercer una virtud hay que ser libre, es decir en este caso, tener
capacidad de no ser sincero y no obstante serlo por una libre opción, después de discernir la
oportunidad de decir toda, o en alguna medida, la verdad.
Hace tiempo que me dí cuenta, con cierto asombro, que
no existe ningún
mandamiento que nos obligue a ser totalmente sinceros. El octavo mandamiento
nos manda: “no dirás falso
testimonio”. Es la falsedad que hace daño al prójimo lo
que nos aleja de la verdad de nuestro ser, no la capacidad de guardar y de
medir la verdad que estamos dispuestos a compartir.
Más aún que en el caso de la
obediencia, en este caso, además que no
ser una virtud de cristianos corrientes en medio del mundo, la sinceridad a la
que fuimos obligados es más extrema
que la que se les pide a los mismos religiosos, llegando a violar un derecho
fundamental del ser humano, derecho que es al mismo tiempo un deber por
referirse a la integridad de su identidad.