sábado, 13 de septiembre de 2014

Acabar de salir del Opus Dei (I)

por Elena Longo


Del Opus Dei se puede salir de muchas formas: salir por propria iniciativa, luchando por conseguirlo, o “ser salido” con una comunicación de parte de los/las directores/ras que se enteraron que, al final, quizá no teníamos vocación.
Se puede salir salvando nuestra fe o ya sin ella, por el acumularse de tantos escándalos que sufrimos.

Se puede salir aún muy jóvenes, o después de diez, veinte, treinta años, con bastante o mucha edad encima.

Se puede salir con recursos profesionales y pudiendo mirar con cierta tranquilidad hacia el futuro, o sin trabajo por habernos ocupado hasta entonces de encargos internos o de trabajo en obras corporativas.
Se puede salir sabiendo que podemos confiar en una familia que nos va a apoyar psicológica y económicamente, o sabiendo que también para ellos somos una oveja negra que traicionó su llamada divina.

Y un largo etcetera.

Pero lo que me interesa profundizar en este post es lo de “acabar de salir” del Opus Dei, no quedarse en esa tierra de en medio en la que ya no somos del Opus Dei, pero no acabamos de aterrizar en otro mundo.  Cuando ya no estamos autorizados –ni queremos- a saludarnos con “Pax” y contestar “In aeternum”, pero quedan dentro de nosotros estructuras mentales y de personalidad que nos encarcelan en un mundo que no podemos ya reconocer como nuestro, que nos rehúsa, pero que tampoco logramos superar y dejar ir definitivamente.

No se trata de renegar de nuestro pasado, por largo o breve que sea. Renegar del pasado significa hundirlo en el inconsciente, quizá removerlo, con el riesgo de tener que revivirlo con otras formas o apariencias. No aprender las lecciones que nos puede impartir. Puede ser muy arriesgado. El pasado hay que asumirlo, mirarlo con perspectiva, llegar a evaluarlo con sentido crítico y solo entonces perdonarlo y superarlo en un presente fecundado por esta experiencia, en la que el pasado está presente pero ya solo como humus de comprensión, de equilibrio, de prudencia, de madurez. Y aunque para alguien pueda ser un cambio de perspectiva casi instantáneo, para la mayoría es un proceso que no se puede acelerar y forzar, que puede necesitar de un tiempo largo de meses y hasta de años, y que podemos solo facilitar, pero no exigir que se realice de repente. Porque es una maduración interior, y toda maduración necesita de los tiempos ritmados y lentos de la naturaleza.

Hay que trabajar en nuestro interior y en nuestro exterior para ir desestructurando esquemas de vida antinaturales y que nos han llevado al hastío, al alejamiento de nuestra identidad, a la perdida de la ilusión y de la energía vital. Hay que desmantelar los esquemas rígidos en los que hemos encerrado nuestras vidas y volver a recuperar nuestra espontaneidad, la ilusión que en nuestra juventud nos empujó a entregarnos a un ideal. Hay que recomenzar desde donde nos interrumpimos, sabiendo al mismo tiempo que no es la misma cosa recorrer un camino en la edad justa de la vida o en otra más tardía.


Ya iremos profundizando en post sucesivos algunas de estas estructuras que puede ser oportuno remodelar.

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